El reciente informe de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que advierte que el 43 % de los sitios naturales del Patrimonio Mundial están amenazados por el cambio climático, refleja una crisis que no es ajena para Chile. Como un país de geografía diversa y biodiversidad única, enfrentamos desafíos que amenazan no solo a los ecosistemas, sino también a las comunidades que han convivido con ellos por generaciones.
Nuestro territorio está entre los más vulnerables al cambio climático. Las olas de calor, la sequía prolongada, el retroceso de glaciares y la alteración del régimen de precipitaciones transforman paisajes que creíamos inmutables. Este fenómeno no es uniforme, pero sus impactos se acumulan con efectos profundos. Los glaciares andinos, por ejemplo, retroceden a ritmos alarmantes, afectando el suministro de agua que sostiene ríos, cultivos y ciudades.
Un aspecto poco abordado en el debate público, aunque evidente desde la investigación, es la relación entre patrimonio natural y comunidades humanas. En Chile, muchos sitios de valor ecológico son también espacios culturales, históricos y espirituales. Humedales del altiplano o bosques templados del sur no solo albergan biodiversidad, sino también saberes ancestrales y prácticas de cuidado comunitario.
A este panorama se suman amenazas múltiples. La sequía ha reducido caudales y puesto en riesgo humedales, mientras los incendios forestales, potenciados por las altas temperaturas y la biomasa seca, devastan miles de hectáreas de vegetación nativa. No solo se pierden especies y suelos fértiles: se destruyen paisajes que forman parte del imaginario colectivo. En los ecosistemas costeros, el aumento del nivel del mar, la erosión y la acidificación amenazan sistemas marinos y a comunidades pesqueras artesanales cuyos modos de vida dependen del mar.
Frente a ello, las políticas públicas siguen siendo insuficientes. Aunque hay avances en áreas protegidas, persisten brechas estructurales: falta de financiamiento sostenido, escasa participación local y una visión fragmentada entre lo natural y lo cultural. Esta desconexión entre investigación, gestión y territorio debilita las respuestas institucionales.
Urge avanzar hacia un enfoque de conservación que reconozca la dimensión humana del entorno natural. No se trata solo de proteger glaciares o bosques por su valor ecológico, sino de comprenderlos como parte de una red de relaciones sociales, culturales y emocionales. Conservar el patrimonio natural implica también preservar los modos de vida que le dan sentido.
En este escenario, la evidencia apunta a tres líneas prioritarias: fortalecer los sistemas de monitoreo y alerta temprana que integren conocimiento científico y local; garantizar la participación comunitaria en las decisiones territoriales; y asegurar financiamiento a largo plazo que permita una gestión preventiva y resiliente.
El cambio climático no es una amenaza futura: ya está transformando nuestros ecosistemas más valiosos. Pero también es una oportunidad para redefinir nuestra relación con la naturaleza y entender que el patrimonio no es un conjunto de objetos, sino territorios vivos donde se entrelazan biodiversidad, cultura e identidad.
Chile aún posee el capital natural y humano para liderar un modelo de conservación inclusivo y adaptativo. Todo dependerá de nuestra capacidad para actuar con decisión, sensibilidad y visión de futuro. Proteger el patrimonio natural es, en definitiva, proteger lo que somos y lo que queremos ser como sociedad.
Carlos Esse Herrera
Director Instituto Iberoamericano de Desarrollo Sostenible (IIDS)
Universidad Autónoma de Chile




































