La nieve de la Antártica se está oscureciendo. La causa es el polvo negro, hollín o carbono negro que se deposita sobre la nieve y hielo, lo que reduce su capacidad de reflejar la luz solar, absorbe más calor y acelera el derretimiento.
El carbono negro, producto de la combustión incompleta de diésel u otros combustibles, llega a la Antártica desde fuentes lejanas y locales. Incendios forestales y emisiones industriales transportan hollín por las corrientes de aire hasta depositarlo en el hielo antártico, mientras que en el propio continente blanco las actividades de bases, barcos y aeronaves liberan hollín que oscurece la nieve cercana. Más preocupante aún son los miles de turistas que continúan sumando este contaminante al entorno polar. Un estudio publicado en Nature estima que cada turista en la Antártica puede derretir hasta 83 toneladas de nieve… ¡y vaya que llegan turistas!
Junto al hollín se liberan otros contaminantes como el mercurio (Hg) y las sustancias perfluoroalquiladas (PFAS). El Hg, metal pesado tóxico, es emitido por actividades industriales y mineras, o desde fuentes naturales en otras latitudes y viaja por la atmósfera hasta depositarse en el hielo antártico. Este se convierte en metilmercurio, se acumula en la cadena alimenticia y daña a depredadores superiores como las ballenas. Estos animales, afectados por la toxicidad de este metal, actúan como centinelas de riesgos ambientales que también amenazan la salud humana. También las PFAS, llamados “químicos eternos”, han llegado al continente blanco. Se han detectado en huevos de pingüino antártico a pesar de ser compuestos usados en productos de consumo, evidenciando su capacidad de viajar grandes distancias y bioacumularse en la fauna polar. El hollín, a su vez, puede transportar y depositar estos tóxicos, y al oscurecer la nieve, acelerar su liberación desde el hielo.
La Antártica nos envía una señal de alerta. Hollín y químicos tóxicos encontrados allí demuestran que ningún rincón del planeta escapa a la huella humana. La pregunta que está detrás de esto es clara: ¿seguiremos promoviendo el conocimiento y el turismo antártico sin revisar críticamente sus impactos? Lo que se requiere ahora es voluntad para tomar decisiones informadas, adoptar tecnologías limpias y establecer normas que pongan límites reales al impacto de nuestras actividades.
El desarrollo de proyectos de investigación de bajo impacto en la Antártica es clave para comprender el alcance real de la contaminación global. Solo con evidencia científica podremos anticipar sus efectos y diseñar estrategias eficaces de protección ambiental. Porque proteger este lugar no es solo un imperativo ambiental, sino una necesidad global: su hielo regula el clima del planeta y su pérdida amenaza tanto a su biodiversidad como a millones de personas en las costas del mundo.
Miguel Ávila Académico investigador Facultad de Medicina Veterinaria y Agronomía Universidad de Las Américas




































