En las tierras áridas de Tulahuén, cordillera de la región de Coquimbo, Myriam Pizarro ha dedicado su vida a la crianza de cabras, un oficio que heredó de sus padres y que se ha convertido en su pasión. Desde pequeña aprendió a cuidar a los animales, a conocer sus tiempos y necesidades, y a aprovechar al máximo cada recurso que el entorno le entrega. Hoy cría cuenta con más de 100 cabras, una labor que implica esfuerzo diario, pero que le otorga la independencia que tanto valora.

Su emprendimiento es la producción y venta de quesos tradicionales y con hierbas, yogur, manjar, licor de leche de cabra y charqui. “Mis productos son 100% naturales, porque las cabras se alimentan de la hierba del lugar. No uso conservantes ni preservantes, lo que los hace más saludables”, comenta con orgullo. A diferencia de muchos crianceros que venden su producción a intermediarios, Myriam prefiere ofrecer sus productos directamente al público en las ferias locales, asegurando calidad y un precio justo para ambas partes.

Su marca, Don Pantita, es un homenaje a su padre, quien le enseñó el amor por este oficio. “Es bonito recordar de dónde venimos y honrar nuestra historia con lo que hacemos”, dice.

Ser criancera en Tulahuén no es fácil. La falta de acceso a servicios básicos es uno de los principales desafíos. “Sólo tengo luz con paneles solares, entonces cuando no hay sol, no se cargan las baterías y eso me complica. Necesito frío para conservar los productos, sobre todo en verano, cuando el calor hace que el queso se eche a perder rápido”, explica.

Otro reto es la alimentación de sus animales. En invierno, cuando hay lluvias, el pasto crece y el costo de producción baja, pero en verano la situación cambia drásticamente. “En esta zona no hay suficiente forraje, así que debemos llevar las cabras a la cordillera”, relata. Este traslado toma varios días caminando, acampando donde cae la noche. “Allá nos quedamos unos cuatro meses, preparamos el queso en la cordillera y se baja quincenalmente para venderlo en el pueblo”. Si bien es un proceso arduo, es parte de la tradición de los crianceros y garantiza la alimentación de los animales en tiempos de calor.

A pesar de las dificultades, Myriam no cambiaría su estilo de vida. “Aquí vivimos tranquilos, alejados del ruido y la delincuencia. No tenemos todas las comodidades de la ciudad, pero somos felices”.

Por muchos años Myriam trabajó con sus propios medios. Cuando conoció Fondo Esperanza, encontró un apoyo que la ayudó a impulsar su negocio. “Antes no tenía financiamiento y hacía lo que podía. Ahora tengo recursos para mejorar mi producción y seguir creciendo”.

Con su primer crédito, compró una máquina para conservar mejor sus quesos, y ahora su próximo objetivo es instalar más paneles solares. “Si pudiera tener electricidad constante, podría almacenar los quesos que hago en la temporada de verano y venderlos durante todo el año”.

Formar parte de un Banco Comunal le ha entregado mucho más que financiamiento. “Nos enseñan a valorar nuestro trabajo, a darnos cuenta de que nuestro producto es único. También nos entregan herramientas para mejorar nuestras ventas y administración”.

Myriam tiene claro cuál es su meta a futuro: abrir un almacén en su casa. “Quiero tener un lugar donde la gente pueda venir a comprar directamente mis productos. Que no tengan que esperar la feria para encontrarme. También quiero llevar mis productos a la ciudad y venderlos en mercados establecidos”.

Pero, más allá del tema comercial, su mayor satisfacción es poder seguir haciendo lo que ama. “Los animales son mi vida, mi sustento y mi felicidad. Sin ellos, tendría que irme de aquí, y no me imagino en otro lugar”.

Myriam también se siente orgullosa de demostrar que el mundo de los crianceros no es solo para hombres. “Aquí la mayoría son hombres, pero nosotras lo hacemos igual de bien, o incluso mejor”, y ríe.

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