Ignacio Fuentes Académico investigador Facultad de Medicina Veterinaria y Agronomía Universidad de Las Américas
Los suelos, la epidermis de la corteza terrestre, cumplen un papel esencial en el funcionamiento del planeta. Intervienen tanto en el ciclo del agua como en el biogeoquímico del carbono y de diversos nutrientes. Adicionalmente, desempeñan servicios ecosistémicos que posibilitan el desarrollo de la sociedad, incluida la producción de alimentos para sostener una población de más de 8 mil millones de habitantes.
Es tal la importancia del suelo que Adán, el primer hombre según el Génesis, recibió su nombre. A este, Dios le habría insuflado de vida luego de su creación a partir de la tierra o arcilla. De hecho, según la etimología, Adán o Adam deriva del hebreo adamah, que significa tierra, suelo. Así, este Adam, del cual deriva toda la humanidad, en su composición original refleja su estrecha conexión con la tierra o el suelo. Más allá de la literalidad del relato, su valor simbólico es evidente: las antiguas culturas comprendían que su existencia dependía directamente de este elemento. Hoy sabemos que se forma a partir de la meteorización de la roca madre, la acumulación de materia orgánica y una serie de procesos pedogénicos que, en conjunto, lo convierten en un producto del largo devenir planetario.
Sin embargo, solemos ignorar su complejidad. Solo vemos su superficie, a menudo cubierta por pavimento e infraestructura, mientras bajo nuestros pies se oculta un entramado de partículas minerales, materia orgánica y organismos vivos que conforman un ecosistema jerárquico y dinámico. A menor escala encontramos partículas minerales aisladas, materia orgánica y organismos microscópicos. Estos interactúan para formar microagregados que a su vez se cohesionan en macroagregados, dando origen a estructuras cada vez más complejas. Estas unidades se integran en horizontes de suelo que conforman perfiles completos, y estos en pedones, series y asociaciones que se expresan en el paisaje. Así, el suelo no es una simple superficie inerte, sino un sistema anidado de estructuras vivas, donde cada nivel de organización emerge de las interacciones del anterior, revelando una arquitectura ecológica profunda y dinámica. Ese medio, que concebimos solo como soporte de nuestras actividades, es en realidad un sistema que vive y respira.
La degradación del suelo amenaza tanto a los ecosistemas como a la sociedad, pues compromete su funcionalidad y limita su potencial. Protegerlo es esencial para enfrentar un futuro marcado por el aumento demográfico y la sobreexplotación de los recursos naturales, cuyas tasas de renovación se ven superadas en numerosas regiones del planeta.
En este Día Mundial del Suelo conviene recordar nuestra procedencia y comprendernos como progenie de Adán, entendiendo que el mito refleja una verdad profunda, pues no solo somos creados a partir de la tierra, sino que somos parte de ella. Subvertir la noción del ser humano como un agente distinto o separado de la naturaleza y reintegrarnos a esta implica aceptar que cada acción contra ella y contra los suelos, es en última instancia, una acción contra nosotros mismos.

































